CUANDO LA GUERRA SE DISFRAZA DE PAZ

CUANDO LA GUERRA SE DISFRAZA DE PAZ
Mi hijo dejó de ser un joven adolescente, el día que tuvo que entrar a Gaza y combatir para defender al Estado de Israel.
Mi hijo dejó de hablar demasiado, y ahora sus silencios son pastosos, extensos, profundos.
Mi hijo adolescente se transformó en un hombre de golpe, arrojado sobre un campo, y escribiendo una carta a su familia.

Mi hijo cambió la mirada; ahora la tiene cansada, diría que un tanto descreída.
Mi hijo sonríe menos de lo que su padre quisiera, y me cambia de tema cuando le pregunto acerca de sus funciones en el ejército.
Le digo: “Bueno, por lo que escriben los diarios ustedes prácticamente están de vacaciones…”.
Me refiero a lo que nosotros, los israelíes, denominamos “tranquilidad”, que no es otra cosa que un tempo de espera tenso entre un atentado y el próximo.
Mi hijo levanta su mirada del libro que ojea, y me observa serio: su mirada casi me asusta.
“Ustedes no saben nada, papá”, me dice antes de suspirar, y volver a concentrarse en su libro.
Pasan algunos segundos.
Vuelve a comentar:
“Todas las noches, pero todas… debemos ocuparnos de terroristas, de jóvenes que arrojan piedras en las rutas, de personas armadas, de…”.
Lo interrumpo: “Si no quieres contarme, no lo hagas”.
Pero soy yo quien no quiere seguir escuchando.
El mensaje es contundente: al precio del “silencio” en las ciudades, lo pagan los jóvenes soldados que no duermen y combaten “cada noche” y “varias veces cada noche”, para que los adultos podamos soñar con un mundo mejor.
Pero ellos no duermen ni sueñan.
Al “mundo mejor” lo construyen con sus manos tan jóvenes y tan viejas.

Por:  Daniel Karpuj
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