“La Hija del Judío”
En esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.
DE LA BIBLIOTECA DE FREDY: “La Hija del Judío” de Justo Sierra O’Reillye – Capítulo XIII por Fredy Cauich Valerio
— Buenos días, padre Prepósito, dijo el señor Obispo, alargando la mano al jesuita, dándole a besar el anillo pastoral e indicándole un asiento enfrente del Deán, que tenía la vista clavada en el Prepósito. Buenos días, señor Prepósito ¿Por qué se nos vende usted tan caro, sabiendo lo bien recibido que es siempre en Palacio?
— Ilmo. señor, respondió humildemente el jesuita, estando en pie todavía; tengo cierta clase de ocupaciones en nuestra casa profesa, que me impiden venir con la frecuencia que deseo, a ofrecer a V. Señoría Ilma. mi profundo respeto, y aun hoy me viera privado de esta satisfacción, a no ser porque el señor Deán, que está aquí presente, y a quien tributo toda mi consideración, no hubiese tenido la bondad de hacerme anoche una visita a aquella su casa, con objeto de prevenirme concurriese a las diez de la mañana de hoy a este sitio, y cuya intimación tuvo por conveniente modificar esta madrugada, cambiando la cita para las ocho y media. Como se trataba de una orden, vengo a cumplirla, y no es otro el motivo que me ha traído aquí.
— Bien, tome usted asiento y escúcheme atentamente.
—Puede V. Señoría Ilma. comunicarme lo que sea de su superior agrado; repuso el jesuita, sentándose, después de hacer una reverencia a los dos personajes.
— Enhorabuena, prosiguió el señor Obispo ; y supuesto que, según parece, usted quiere evitar preliminares, lo cual, está muy bien pensado, entremos desde luego en materia. En primer lugar, no se trata de la intervención de usted como Consultor del Santo Oficio, pues sólo deseo que haciéndose usted cargo en lo particular del estado que guarda el proceso del judío Felipe Álvarez de Monsreal, coopere conmigo a la ejecución de las órdenes del Santo Oficio. En segundo lugar, el carácter de usted y la influencia que se dice, ejerce sobre su amigo el señor Don Alonso de la Cerda, creo que son medios muy conducentes para lograr el objeto que esas órdenes envuelven. En tercer lugar, tengo noticia de que usted, en cierto tiempo, cuando yo aún no había
venido a esta provincia, propuso al señor Deán un arreglo, sobre los bienes secuestrados al reo. Supuestos estos antecedentes, voy a explicarme categóricamente y sin rodeos, pues estoy resuelto a que se haga cualquier sacrificio, para conservar la armonía que debe reinar entre los ministros de un Tribunal, que ejerce funciones tan delicadas, y cuya conservación y respetabilidad en la monarquía, debemos cuidar escrupulosamente. Tengo en mi poder una carta, recibida ayer por el último correo de Madrid, por la cual ordena la Suprema Inquisición del reino, que se aseguren los bienes del judío, y sobre todo, que se proceda a encerrar en un convento a su hija, que está bajo la tutela de Don Alonso de la Cerda. Bien, respecto de los bienes, parece que no hay dificultad ninguna, pues, según me informó el señor Comisario, están competentemente asegurados. Respecto de la hija de Álvarez, es otra cosa, porque no pudiendo emplearse, como no se puede, el medio de la fuerza, de lo cual espero que estará convencido ya el señor Comisario, que me escucha, no queda otro arbitrio que el de la persuasión y los medios suaves. Yo sé muy bien, padre mío, que usted puede hacer mucho en el particular, y por lo mismo, exijo su franca y leal cooperación. Consintiendo usted en emplearla, yo le ofrezco y garantizo, que se llevará adelante el arreglo privado que usted propuso al señor Comisario, sean las que fuesen las objeciones que se opongan a este arreglo, que a mí me parece muy racional, toda vez que los bienes, en unas y otras manos, deben tener una aplicación útil y piadosa. Hágame usted el favor de suponerme imparcial en este asunto. Yo he encontrado las cosas bastante adelantadas, y créanle, si le aseguro que ignoro el origen y progresos de esta causa, y que no soy más que un mero ejecutor de las órdenes superiores. Extraño, como soy, a los diversos y encontrados intereses que se han desarrollado en el curso de ese proceso, sólo quiero la paz y armonía, y, sobre todo, el acierto.
El jesuita escuchó atentamente el razonamiento del Prelado, sin dar muestra ninguna de sorpresa ni admiración. Después de algunos momentos de silencio, miró al Deán, como esperando que hiciese alguna amplificación al discurso del señor Obispo. Mas, perdida esta esperanza, se dirigió entonces a Su Señoría Ilma., diciendo:
— Hago a la conducta de V. S. Ilma., toda la justicia que merece; y una vez que me veo en el caso, sin poder evitarlo, de explicar mis propios sentimientos, voy a verificarlo, una vez por todas. Con esto sabrá el señor Comisario a lo que debe atenerse, lo que puede esperar de mi, y resolverá lo que estime más justo y conveniente. Quiero prescindir, porque y no es del caso, de la alusión un tanto ofensiva que se hace de mí en la carta recibida ayer, lo cual provino de malos informes, y voy a limitarme a los puntos que el señor Obispo ha tocado. En el proceso del caballero Don Felipe Álvarez de Monsreal, he ejercido las funciones de Consultor, y las he llenado, conforme a mi leal saber y entender. Cuando yo creí, que ese desgraciado, era reo de los gravísimos crímenes por los cuales le juzga el Santo Oficio, propuse, en efecto, al señor Comisario, un arreglo equitativo para aplicar los bienes secuestrados, parte a las necesidades verdaderas de la iglesia, y parte a los piadosísimos objetos que la Sagrada Compañía de Jesús tiene que llenar en esta pobre provincia. Desde luego, ninguno se atreverá a suponer intereses privados y obscuros de mi parte, cuando yo tampoco los he supuesto de parte del señor Deán, cuya eficacia, actividad y empeño en el manejo de negocios ajenos nadie puede disputar, y menos cuando se ha visto el calor con que ha querido se aplicasen exclusivamente a determinado objeto, los bienes en cuestión. Pero ha llegado para mí el caso de hacer una confesión franca y sincera acerca de la causa de Don Felipe Álvarez de Monsreal. Yo no hallo en mi conciencia que a ese hombre deba despojársele de sus bienes, ni mucho menos privar a su legitima heredera, del derecho indisputable que a ellos tiene, y si bien hubo un tiempo en que, inducido de error, contribuí a la formación y progreso de esta causa, hoy, que poseo pruebas claras e inconcusas de la inocencia del acusado, victima infeliz de una negra calumnia, no puedo ni debo sacrificar mis convicciones, y contribuir, no ya a un despojo injusto y violento, sino tal vez a un asesinato jurídico. Tal es, señor, el estado de las cosas, tal es la revelación que debo hacer a mi Prelado, y tal es la satisfacción que debo a mi propia conciencia. Esto supuesto, aun cuando yo obtuviese sobre Don Alonso y su hija adoptiva, a quien apenas he visto, la influencia que equivocadamente se me atribuye, me resisto formalmente a contribuir directa ni indirectamente a la ejecución de una orden temeraria, injusta, tiránica, y, sobre todo, absurda; toda vez que la persuasión sería inútil, y la fuerza imposible. En esta virtud, ni convengo en ejercer la influencia que de mí se solicita, ni acepto el arreglo que antes propuse, sobre la distribución de los bienes secuestrados. Estos son de su legítimo dueño, y el defraudárselos, tiene un nombre que omito proferir, por respeto. Añadiré, en conclusión, que cuanto acabo de explanar confidencialmente y en una conferencia amistosa, estoy resuelto a repetirlo y probarlo como Consultor del Santo Oficio, si el señor Comisario quiere oír mi dictamen en esta calidad.
En la iniciativa y prosecución del proceso del judío, habían ocurrido algunos incidentes, que suponía el Deán fuesen un misterio para todo el mundo. El lenguaje del jesuita le hizo entrever algo de siniestro. Estremecióse a esta idea, y guardó silencio, porque se sentía sin valor para emprender una lucha peligrosa con un adversario tan temible. Entretanto, tomó la palabra el señor Obispo, y repuso:
— Siendo esto así, la cosa muda de aspecto enteramente. El Santo Tribunal es justiciero, y absolverá, sin duda, al acusado, si le encuentra sin culpa.
— Y si tal no hiciere, replicó enérgicamente el jesuita, el Rey, que, por lo menos vale tanto como el Santo Oficio, y puede más que él, corregirá el error, donde quiera que lo encuentre, pues no ha de consentir que se robe y asesine a sus vasallos, en nombre de la religión.
— Esas doctrinas, gritó indignado el Deán, no son ortodoxas, y son demasiado atrevidas.
— No necesita usted, señor Comisario, de ninguna extraña delación para proceder contra mí, repuso el jesuita. Yo me delato en toda forma ante el Santo Oficio, como fautor de esas doctrinas.
— Basta, terció el Prelado, no me place el giro que la animosidad quiere dar a este asunto, y mando a cada uno de los señores Ministros, se abstenga de usar aquí de un lenguaje cáustico, que podría traducirse por ofensivo. El negocio es muy delicado, y no quiero que se mezclen en su resolución las malas pasiones de persona alguna. Sin perjuicio de que cada cual obre conforme a su conciencia, o a su peculiar modo de ver las cosas, yo debo cumplir con las órdenes recibidas, y por lo mismo, insisto en su ejecución, lo cual no priva a ninguno de hacer valer sus derechos ante quien competa. En tal virtud, ¿puedo o no, contar con la cooperación de usted, señor Prepósito?
— Después de lo que he manifestado, dijo el jesuita, que no es más que la expresión de mi propia conciencia, pido a V. Señoría Ilma., me aconseje e indique cuál es la respuesta que debo dar.
— Pero aquí no se trata, repuso el Obispo, de impedir a usted, que en descargo
de su conciencia, obre del modo más conducente, para justificar al judío y asegurar a su hija los que usted llama sus legítimos derechos, yo sólo deseo que sin perjuicio de eso, coopere usted conmigo en persuadir tanto a Don Alonso como a la señorita, que consientan por ahora en obedecer a lo que ordena la Suprema Inquisición.
— Imposible, Ilmo. señor, imposible.
Eso se encuentra en cumplida contradicción con la conciencia de mis deberes, y estoy seguro que si el Santo Tribunal poseyese ya los nuevos datos que yo pienso suministrarle muy pronto, no habría impuesto pena tan grave a una niña inocente, a quien ni siquiera se ha juzgado, pues todo proviene de sugestiones dirigidas desde aquí mismo.
— Ello será como usted dice, padre mío, pero a mí no me queda arbitrio ninguno, para interpretar esa orden.
— Ni yo pido tal cosa, Ilmo. señor; lo que pretendo significar, es que no debe exigírseme mi cooperación privada.
— Entonces, rezongó el Deán, se le exigirá judicialmente.
— Lo único que puede exigírseme, señor Comisario, repuso inmediatamente el Prepósito, es que yo emita mi opinión, presentándome los antecedentes del asunto, según previene el Tribunal del Santo Oficio. Envíemelos a la celda, y emitiré ese dictamen, con toda franqueza.— ¿Conque, decididamente, se resiste usted a aconsejarnos en este negocio?, preguntó el Obispo.
— Si se trata de un consejo, respondió el jesuita, sin embargo de que el mío vale muy poco, yo me atrevería a decir a V. Señoría Ilma., que se abstuviese de cumplir la orden que se le ha comunicado, limitándose a dirigir una exposición documentada, en la cual podría yo suministrar muy buenos antecedentes y pruebas irrefutables, a fin de justificarse V. Señoría Ilma, por haberse abstenido de obrar.
— Pensaré en ello, dijo algún tanto desazonado el Obispo, y si me resolviese a seguir ese dictamen, cuidaré de consultarle oportunamente. Por hoy, puede usted retirarse a su colegio, bajo la prevención que formalmente le hago, de no dar paso alguno contra lo determinado por el Santo Oficio, una vez que su conciencia le impide contribuir a su cumplimiento.
Incorporóse el jesuita besó otra vez el anillo pastoral del Prelado, hizo una profunda reverencia al Comisario, y salió de la cámara, con aire mesurado. Después de haber cruzado las dos antesalas, hallóse en presencia del dominico, que seguramente, estaba allí en acecho, esperándole salir.
— “Iube domne benedicere ” dijo, inclinándose ante el Prepósito.
— “Nos cum prole pia, benedicat Virgo María”, repuso éste, deteniéndose.
— Juan de Hinestrosa, prosiguió el dominico, preso en las cárceles del Santo Oficio hace diecisiete años, y que se halla gravemente enfermo, desea hablar con el señor Consultor del Santo Tribunal.
— ¡Juan de Hinestrosa!, repitió con asombro el jesuita. ¿Será posible? Guíeme luego a su prisión, padre mío.
El dominico obedeció aquella orden. A poco, el jesuita entró en la prisión de Hinestrosa, a escuchar lo que tenía que comunicarle.
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