El tiempo, con su paso inexorable, tiende a difuminar los contornos de la historia, suavizando las aristas más dolorosas y relegando al olvido los testimonios más crudos. Sin embargo, hay voces que se niegan a ser silenciadas, ecos de un pasado que claman por ser escuchados para iluminar el presente y advertir al futuro. Una de esas voces pertenece a Michael Smuss, un hombre cuya vida es un tapiz tejido con los hilos más oscuros del siglo XX, pero también con los de una resistencia indomable y una supervivencia casi milagrosa. A sus 99 años, desde la serenidad de su hogar en Ramat Gan, Israel, Michael se erige como el último combatiente vivo conocido del Levantamiento del Gueto de Varsovia, un faro de memoria 82 años después de aquel acto desesperado y heroico de desafío contra la maquinaria de exterminio nazi.
Su relato no es una simple crónica de eventos; es un viaje visceral al corazón del Holocausto, una odisea marcada por el hambre atroz, la tortura sistemática, la pérdida constante y el enfrentamiento diario con la muerte. Pero, paradójicamente, al mirar atrás, Michael Smuss no solo encuentra dolor, sino también un propósito profundo forjado en el crisol del sufrimiento extremo. «Le doy gracias a Dios por salvarme», afirma con una convicción que estremece, sus ojos reflejando décadas de reflexión. «Me sacó de allí por una razón: para poder contarle a la gente lo que pasó».
Este antiguo artista y maestro de idiomas, cuya mente permanece lúcida y su espíritu mordaz a pesar de las cicatrices imborrables, se convierte en nuestro guía a través del infierno y de regreso. Su narración, compartida con una honestidad brutal y una emotividad contenida, es más que un testimonio histórico; es una lección de humanidad, resistencia y la inexplicable persistencia de la vida frente a la aniquilación planificada. A lo largo de su relato, gestos involuntarios –un encogimiento de hombros ante el recuerdo del dolor, un brillo de emoción contenida en sus ojos, un apretón firme en la mano de quien escucha– puntúan sus palabras, anclando la magnitud de su experiencia en el presente tangible. La historia de Michael Smuss no es solo la de un superviviente; es la historia de un testigo vital, cuya existencia misma es un acto de memoria y una advertencia perpetua.
Los Primeros Años: Una Infancia Rota por la Sombra del Nazismo
Nacido en 1926 en la Ciudad Libre de Danzig (actual Gdansk, Polonia), Michael Smuss experimentó una infancia que pronto se vería irrevocablemente alterada por las corrientes tóxicas del antisemitismo que barrían Europa. Danzig, una ciudad portuaria con una compleja historia germano-polaca y una significativa población judía, se convirtió rápidamente en un microcosmos de las tensiones crecientes. Michael tenía apenas seis años en 1933 cuando Adolf Hitler y el Partido Nazi ascendieron al poder en la vecina Alemania. Las ondas de choque de este evento sísmico no tardaron en llegar a Danzig, infiltrándose en la vida cotidiana y envenenando el ambiente.
El primer impacto directo y personal de esta nueva y oscura era llegó a las puertas de su escuela. «Los vi entrar a mi escuela y hablar con mi maestra, momento en el que me enviaron a casa», recuerda Smuss con una claridad que desafía el paso del tiempo. Este acto aparentemente simple –la expulsión de un niño judío de su aula– fue un presagio funesto, una señal temprana de la exclusión sistemática y la persecución que definirían los años venideros. La educación formal le fue abruptamente negada, un derecho fundamental arrancado por la ideología del odio.
Sin embargo, en medio de esta adversidad inicial, surgió una de las muchas circunstancias que, retrospectivamente, Smuss consideraría cruciales para su supervivencia. Privado de la escuela, su padre asumió el papel de tutor. «Después de eso, mi padre empezó a enseñarme alemán e historia», explica Smuss. Esta educación improvisada en casa, particularmente el dominio del alemán –la lengua de sus futuros perseguidores– y la comprensión de la historia, le proporcionaría herramientas inesperadas para navegar el laberinto mortal que le esperaba. El conocimiento del idioma le permitiría entender órdenes, conversaciones y, en momentos críticos, quizás pasar desapercibido o comprender mejor las intenciones de quienes ostentaban el poder sobre su vida y su muerte.
La relativa calma, aunque tensa, de Danzig se rompió definitivamente para la familia Smuss cuando Michael tenía 12 años. En 1938, buscando quizás un entorno diferente o respondiendo a presiones crecientes, la familia se trasladó a Lodz, una importante ciudad industrial polaca con una de las comunidades judías más grandes de Europa. Fue allí donde Michael celebró su bar mitzvá, el rito de paso a la edad adulta judía, un evento que normalmente marca un futuro de promesas y responsabilidades comunitarias. Pero para Michael, esta transición coincidió con el preludio de la catástrofe.
Apenas un año después, en septiembre de 1939, poco después de cumplir los 13 años, el mundo de Michael se derrumbó. La Alemania nazi invadió Polonia, desatando la Segunda Guerra Mundial. Lodz fue una de las primeras ciudades en caer bajo la ocupación alemana. La vida, ya precaria para los judíos, se transformó en una pesadilla diaria de decretos discriminatorios, violencia arbitraria y miedo constante. Fue en este caos y terror donde la familia Smuss sufrió una dolorosa separación, un patrón trágico que se repetiría innumerables veces durante el Holocausto. Michael y su padre fueron seleccionados para ser enviados a un destino aún más siniestro: el recién establecido Gueto de Varsovia. Su madre, que poseía un pasaporte alemán –una rareza que ofrecía una protección temporal y precaria–, pudo permanecer en Lodz con la hermana de Michael. Esta separación forzada, marcada por la incertidumbre y el miedo, sería el inicio del descenso de Michael Smuss al abismo.
El Infierno en la Tierra: La Vida en el Gueto de Varsovia
La llegada al Gueto de Varsovia fue una inmersión abrupta en un mundo de miseria y desesperación inimaginables. Establecido por los nazis en octubre de 1940, el gueto se convirtió en la prisión al aire libre más grande de la Europa ocupada. Acorralados detrás de muros altos, alambre de púas y guardias armados, cientos de miles de judíos fueron confinados en un área minúscula del centro de Varsovia. «Cuando mi padre y yo llegamos a Varsovia, había judíos procedentes de pueblos de toda Polonia; más de 400.000 personas hacinadas en un espacio reducido», relata Smuss, evocando la imagen de una masa humana desesperada, arrancada de sus hogares y arrojada a un caldero de sufrimiento.
Las condiciones de vida desafiaban cualquier noción de humanidad. El hacinamiento era extremo; Smuss recuerda que, en promedio, nueve personas compartían una habitación de tamaño normal. Su propia experiencia fue aún más precaria: «Nos llevaron a una habitación en un apartamento dividido en zonas más pequeñas por sábanas. Teníamos un rincón diminuto con dos colchones en el suelo y nada más». Este rincón se convirtió en su único refugio en un mundo donde la privacidad era un lujo inexistente y la dignidad era constantemente pisoteada.
El hambre era un compañero constante y cruel. Las raciones de comida asignadas por los alemanes eran deliberadamente insuficientes, calculadas para debilitar y matar lentamente. La inanición y las enfermedades que la acompañaban –tifus, tuberculosis, disentería– se propagaban sin control, diezmando a la población. Los cadáveres yacían en las calles, cubiertos apenas por periódicos, esperando ser recogidos, una visión macabra que se convirtió en parte del paisaje cotidiano para los habitantes del gueto, incluido el joven Michael. El hedor de la muerte y la descomposición flotaba en el aire, un recordatorio constante de la fragilidad de la vida.
En medio de esta lucha diaria por la supervivencia, los alemanes implementaron un sistema de trabajo forzado, explotando la mano de obra judía para sus propios fines antes de la inevitable deportación. Los más fuertes, aquellos que aún conservaban algo de vigor físico, eran seleccionados para trabajar en talleres y fábricas dentro o cerca del gueto. Michael, a pesar de su juventud, fue asignado a uno de estos talleres: el taller Hermann Brauer, ubicado en la calle Nalewki, una arteria principal en el corazón del distrito judío antes de la guerra, ahora parte del gueto. Su tarea era tan sombría como degradante: limpiar y reparar viejos cascos nazis, recuperados de los cuerpos de soldados alemanes muertos en el frente. Debía quitar la sangre y los restos de batalla para que pudieran ser reutilizados por nuevos soldados. Este trabajo, aunque le proporcionaba quizás una ración extra de comida o un respiro temporal de la amenaza inmediata de deportación, era un recordatorio constante del poder absoluto y la crueldad de sus captores. Era una pieza más en la maquinaria de guerra nazi, obligado a contribuir a la misma fuerza que oprimía y asesinaba a su pueblo.
Sin embargo, incluso en las profundidades de esta desesperación, las semillas de la resistencia comenzaban a germinar. El gueto, diseñado como un lugar de muerte lenta y controlada, también se convirtió, paradójicamente, en un crisol de desafío y organización clandestina. Mientras trabajaba en el taller Brauer, el joven Michael Smuss, expuesto a los materiales y las rutinas del enemigo, encontró una manera de conectar con la resistencia judía que operaba en las sombras.
Semillas de Desafío: Uniéndose a la Resistencia Judía
En el opresivo y vigilado entorno del Gueto de Varsovia, cualquier acto de desafío requería un coraje extraordinario y conllevaba un riesgo mortal. Sin embargo, la desesperación y la voluntad de luchar por la dignidad humana impulsaron a muchos, incluido el adolescente Michael Smuss, a unirse a las filas de la resistencia clandestina. Organizaciones como la Żydowska Organizacja Bojowa (ŻOB, Organización Judía de Combate) y la Żydowski Związek Wojskowy (ŻZW, Unión Militar Judía) comenzaron a formarse, compuestas por jóvenes idealistas, miembros de movimientos juveniles sionistas y socialistas, y ex soldados, todos unidos por la determinación de no ir a la muerte pasivamente.
Michael, trabajando en el taller Hermann Brauer, se encontró en una posición única, aunque peligrosa. Su tarea de limpiar cascos le dio acceso a un material químico específico: un disolvente necesario para eliminar la sangre reseca. Pronto se dio cuenta de que este mismo disolvente era un componente clave para la fabricación de armas improvisadas. «Para limpiar la sangre de los cascos, necesitaba un disolvente que también servía para preparar cócteles molotov», explica Smuss. Con una astucia nacida de la necesidad, comenzó a solicitar más disolvente del estrictamente necesario para su trabajo. «Pedía todo el disolvente que podía conseguir para usarlo en las bombas que colocábamos en los tejados de todo el gueto». Cada lata de disolvente que lograba desviar era una pequeña victoria, un acto de sabotaje silencioso que contribuía al creciente arsenal de la resistencia. Arriesgaba su vida con cada solicitud, con cada movimiento clandestino, sabiendo que el descubrimiento significaría la tortura y la ejecución sumaria.
Además de contrabandear materiales para explosivos, Smuss se involucró en otras actividades peligrosas. Utilizaba su relativa libertad de movimiento como trabajador para transportar mensajes y cartas cruciales para la coordinación de la resistencia, actuando como un enlace vital en la red clandestina. Cada carta entregada, cada instrucción transmitida, era un hilo más en el tejido de la revuelta que se preparaba.
Su ingenio y audacia también se manifestaron en la adquisición de armas de fuego, un recurso desesperadamente necesario y extremadamente escaso en el gueto. Una oportunidad inesperada surgió con la llegada de un grupo de soldados italianos. Estos soldados, parte del ejército aliado de Alemania, habían sido enviados a Varsovia como una especie de castigo o degradación después de sus fracasos contra las fuerzas británicas en el norte de África. «Los trajeron a Varsovia con sus pantalones cortos de desierto y se congelaban hasta los huevos», recuerda Smuss con una mezcla de ironía y pragmatismo. La resistencia vio una oportunidad en la miseria de estos soldados mal equipados para el crudo invierno polaco. «Teníamos montones de ropa de abrigo de gente que ya se había llevado [a los campos de exterminio]», explica. Utilizando estas prendas –abrigos, pantalones, jerséis pertenecientes a víctimas judías– como moneda de cambio, lograron negociar con los italianos. «Pudimos intercambiarla por sus Beretta». Cada pistola Beretta obtenida de esta manera representaba una mejora significativa en la capacidad de combate de los insurgentes, un símbolo tangible de su determinación a luchar.
Estos actos de resistencia, desde el contrabando de disolvente hasta el trueque de ropa por armas, no eran meros actos de vandalismo o desesperación. Eran parte de un esfuerzo organizado y consciente para preparar una defensa final, para enfrentar al opresor con dignidad y devolver golpe por golpe, aunque las probabilidades fueran abrumadoramente desfavorables. Michael Smuss, apenas un adolescente, se convirtió en un engranaje esencial en esta maquinaria de desafío, arriesgando su vida diariamente no solo por su propia supervivencia, sino por el honor y la memoria de su pueblo. La resistencia en el Gueto de Varsovia no se trataba solo de sobrevivir físicamente, sino de afirmar la voluntad humana frente a la deshumanización absoluta.
Abril de 1943: El Levantamiento del Gueto de Varsovia
La primavera de 1943 llegó al Gueto de Varsovia cargada de una tensión palpable y una determinación sombría. Las deportaciones masivas al campo de exterminio de Treblinka durante el verano de 1942 (la «Gran Acción») habían reducido drásticamente la población del gueto. De las más de 400.000 personas que alguna vez estuvieron hacinadas tras sus muros, solo quedaban unas 40.000 a 50.000 almas. Aquellos que permanecían eran, en gran medida, los más jóvenes, los más fuertes, y entre ellos, los miembros endurecidos de la resistencia clandestina. Sabían que los nazis regresarían para liquidar el gueto por completo, para borrar hasta el último vestigio de vida judía en Varsovia. Pero esta vez, decidieron, no irían en silencio.
Michael Smuss tenía 17 años. La adolescencia, una época que debería haber estado llena de descubrimientos y sueños, se había convertido en una lucha constante por la existencia y la preparación para la batalla final. Él y sus compañeros de la resistencia sabían que la confrontación era inminente. En la víspera de la Pascua judía, el 19 de abril de 1943, las fuerzas alemanas, bajo el mando del SS-Brigadeführer Jürgen Stroop, comenzaron a rodear el gueto con la intención de llevar a cabo la liquidación final.
«Desde el tejado de un edificio cerca de la puerta, pudimos ver que los alemanes se preparaban para entrar», recuerda Smuss, su memoria transportándolo a ese momento crítico. La atmósfera estaba cargada de una mezcla de miedo y resolución acerada. Los alemanes, esperando una operación rápida y fácil como las anteriores deportaciones, utilizaron sus tácticas habituales. «Tenían policías polacos [colaboracionistas] con altavoces que les decían a los judíos que salieran. Y los estábamos esperando, preparados».
Lo que sucedió a continuación tomó a los nazis completamente por sorpresa. Cuando las primeras columnas alemanas entraron en el gueto, fueron recibidas no con sumisión, sino con una lluvia de balas, granadas caseras y cócteles molotov. Los combatientes judíos, superados en número y armamento de manera abrumadora, utilizaron su conocimiento íntimo del terreno –los tejados, los sótanos, los pasadizos secretos entre edificios– a su favor. «Teníamos algunos judíos polacos que habían luchado en el ejército [polaco antes de la guerra] contra Alemania, y lo tenían todo bajo control», dice Smuss, destacando la experiencia militar de algunos líderes de la resistencia. «Disparaban desde los balcones con las Berettas italianas, protegidos por cascos [los mismos que Michael ayudaba a reparar] y camas que habían instalado como escudos».
El primer día del levantamiento fue una victoria sorprendente para la resistencia. «Cuando los alemanes se desplegaron por el gueto, eran presa fácil. Sus líderes no tenían ni idea de qué hacer. Fue una emboscada perfecta». Las fuerzas alemanas sufrieron bajas inesperadas y se vieron obligadas a retirarse temporalmente, humilladas y desconcertadas por la feroz resistencia que encontraron. Fue un momento de triunfo efímero pero inmensamente significativo, una demostración de que el espíritu judío no había sido quebrado.
Sin embargo, los combatientes sabían que esta victoria inicial no cambiaría el resultado final. Eran conscientes de la abrumadora superioridad militar alemana. Tras el shock inicial, Jürgen Stroop cambió de táctica. En lugar de enfrentarse a los combatientes en una guerra urbana calle por calle, donde los insurgentes tenían ventaja táctica, ordenó una estrategia de tierra quemada. Durante casi un mes, las tropas alemanas avanzaron metódicamente, edificio por edificio, incendiando sistemáticamente todo el gueto. Utilizaron lanzallamas, bombas incendiarias y artillería para convertir el área en un infierno de fuego y humo, obligando a los combatientes y a los civiles escondidos en búnkeres y sótanos a salir a la superficie o perecer quemados o asfixiados.
El aire se llenó de cenizas y el olor a carne quemada. El cielo sobre Varsovia se tiñó de rojo por las llamas que consumían el gueto. Para Michael Smuss y sus compañeros, la lucha se volvió cada vez más desesperada. «Fueron de un edificio a otro, hasta que llegaron al último, donde estaba yo con mi padre y nuestro grupo de combatientes. No teníamos adónde ir», relata, describiendo el cerco final. Atrapados, sin municiones, sin agua, sin comida, y rodeados por un mar de fuego, la resistencia finalmente fue aplastada.
El 16 de mayo de 1943, Stroop declaró oficialmente el fin de la «Gran Operación» con la voladura de la Gran Sinagoga de Varsovia, fuera de los muros del gueto, como acto simbólico final. Para conmemorar su «victoria», preparó un álbum de fotografías meticulosamente documentado, conocido como el Informe Stroop, destinado a Heinrich Himmler. En una de esas fotografías icónicas y desgarradoras, se puede ver a un grupo de judíos rendidos, con las manos en alto, saliendo de un búnker. Entre ellos, afirma Smuss, estaban él y su padre, capturados tras la caída del último reducto de resistencia. El levantamiento había terminado en derrota militar, pero su legado de heroísmo y desafío resonaría a través de la historia. Para Michael Smuss, sin embargo, la captura no fue el final, sino el comienzo de otro capítulo aterrador en su odisea de supervivencia.
El Tren a Treblinka y el Primer «Milagro»
La captura tras la brutal supresión del Levantamiento del Gueto de Varsovia significaba, para la mayoría de los combatientes y civiles restantes, una sentencia de muerte casi segura. El destino habitual para los judíos capturados en Varsovia era el campo de exterminio de Treblinka, un lugar diseñado específicamente para el asesinato industrializado. Michael Smuss, junto a su padre y los demás supervivientes de su grupo de resistencia, fueron agrupados y tratados con la brutalidad característica de los nazis.
Sin embargo, en un giro peculiar, motivado quizás por la propaganda o por el deseo de Stroop de exhibir a sus cautivos, este último grupo de combatientes no fue ejecutado sumariamente en el lugar. «Como espectáculo para los medios», explica Smuss, «fuimos subidos a un tren rumbo al campo de exterminio de Treblinka». Fueron hacinados en vagones de ganado, las infames «cajas de muerte» utilizadas para transportar a millones hacia su perdición. Las condiciones eran sofocantes, sin agua, sin comida, sin instalaciones sanitarias, el aire viciado por el miedo y la desesperación. El destino parecía sellado. Treblinka significaba cámaras de gas y crematorios. La muerte era una certeza inminente.
Pero entonces, ocurrió lo que Smuss describiría más tarde como el primero de una serie de «accidentes afortunados», intervenciones del destino o, como él prefiere creer, de la mano de Dios. Los vagones de ganado estaban diseñados para transportar alrededor de 100 personas cada uno, apretujadas hasta el límite. Sin embargo, en esta ocasión, algunos vagones no estaban completamente llenos según los estándares nazis de eficiencia asesina. Al ingeniero del tren, aparentemente motivado por la macabra lógica de maximizar la «rentabilidad» de su viaje mortal, se le ocurrió una idea. Decidió hacer una parada no programada en el aeropuerto de Varsovia para recoger a unos 350 trabajadores judíos que estaban empleados allí bajo la supervisión de la Luftwaffe, la Fuerza Aérea Alemana.
Esta decisión improvisada y burocrática desencadenó una cadena de eventos inesperada. Cuando el tren llegó al aeropuerto y los soldados comenzaron a cargar a los trabajadores de la Luftwaffe, se produjo un enfrentamiento. Oficiales de la Fuerza Aérea Alemana, furiosos por lo que consideraban un secuestro no autorizado de sus trabajadores cualificados –mano de obra esclava que necesitaban para sus propias operaciones–, confrontaron a los responsables del transporte. Se produjo una breve pero tensa discusión entre diferentes ramas de la maquinaria nazi, una disputa sobre la «propiedad» de los prisioneros judíos. Sorprendentemente, la Luftwaffe prevaleció. El tren recibió la orden de regresar al aeropuerto y los trabajadores de la Fuerza Aérea fueron descargados y devueltos a sus puestos.
En medio de esta confusión burocrática y rivalidad entre facciones nazis, surgió otra oportunidad imprevista. Justo en ese momento, llegaron al aeropuerto otros contratistas alemanes. Necesitaban urgentemente 100 trabajadores adicionales que tuvieran conocimientos, o al menos la apariencia de tenerlos, para operar maquinaria en una fábrica. Michael Smuss, su padre y los demás prisioneros del gueto que aún estaban en el tren, cubiertos de hollín, mugre y el polvo de los edificios derrumbados, vieron una mínima posibilidad de escapar del viaje a Treblinka.
«No sabíamos cómo [operar la maquinaria], pero nos ofrecimos», recuerda Smuss. La desesperación agudizó su instinto de supervivencia. «Estábamos cubiertos de tierra y mugre, pero en ese momento, nos habríamos ofrecido para cualquier cosa, ya fuera cortar el pelo o tocar en una orquesta sinfónica, ¿entiendes?». Su oferta fue aceptada. Fueron seleccionados, separados del grupo destinado a Treblinka, y subidos a camiones.
Su nuevo destino no era la libertad, sino otro eslabón en la cadena de campos de concentración nazis: Budzyń, un campo de trabajos forzados cerca de Lublin. Allí, serían explotados como mano de obra esclava en una fábrica de aviones Heinkel. Pero habían escapado de la muerte inmediata en Treblinka. «Éramos jóvenes y no estábamos dispuestos a morir en ese momento», reflexiona Smuss sobre su estado mental. «Fuimos los únicos [de ese transporte específico] que no nos enviaron a Treblinka, donde todos los demás fueron asesinados. Sentí que Dios me sonreía». Este primer «milagro», nacido de la eficiencia macabra, la rivalidad burocrática nazi y una audaz mentira en el momento justo, le había concedido a Michael Smuss una prórroga, una nueva y brutal etapa en su lucha por sobrevivir.
De Budzyń a Flossenbürg: La Rutina del Horror y la Falsa Esperanza
La vida en el campo de concentración de Budzyń era una continuación del horror bajo una forma diferente. Aunque no era un campo de exterminio como Treblinka, la muerte era una presencia constante debido a las brutales condiciones de trabajo, la inanición, las enfermedades y la violencia arbitraria de los guardias SS. Michael y su padre, junto con los otros seleccionados en el aeropuerto, eran sacados del campo cada mañana bajo fuerte vigilancia para trabajar en la cercana fábrica de aviones. El trabajo era agotador, peligroso y realizado bajo la amenaza constante de palizas o ejecución por el más mínimo error o signo de debilidad. Cada día era una lucha por sobrevivir hasta el siguiente, por mantener la fuerza física y mental suficiente para seguir siendo útil a los ojos de sus captores.
A pesar de las terribles circunstancias, la presencia de su padre a su lado debió ser una fuente de fortaleza mutua, un ancla en medio del caos y la deshumanización. Juntos, compartieron la carga del trabajo esclavo, el frío, el hambre y el miedo, manteniendo viva la llama de la esperanza, por tenue que fuera. Sobrevivieron en Budzyń durante aproximadamente un año, un testimonio de su resistencia y quizás de otra dosis de esa «suerte» que parecía acompañar a Michael.
En 1944, a medida que el frente oriental se acercaba y las fuerzas alemanas sufrían reveses, el sistema de campos nazis entró en una fase de mayor caos y reorganización. Michael fue separado de su padre (las circunstancias exactas de esta separación no se detallan en la fuente, pero las separaciones familiares eran trágicamente comunes durante las transferencias entre campos) y enviado a otro campo de concentración: Flossenbürg, ubicado en Baviera, cerca de la frontera con Checoslovaquia. Flossenbürg era conocido por sus canteras de granito y sus fábricas de armamento, donde los prisioneros eran sometidos a condiciones de trabajo igualmente inhumanas. Michael fue asignado nuevamente a trabajar en una fábrica, probablemente relacionada con la producción de piezas para aviones Messerschmitt, continuando su existencia como un número, una pieza reemplazable en la maquinaria de guerra nazi.
La rutina en Flossenbürg era similar a la de Budzyń: trabajo agotador desde el amanecer hasta el anochecer, raciones de hambre, enfermedades endémicas, brutalidad constante y la omnipresente amenaza de la muerte. Los meses pasaron en una bruma de sufrimiento y supervivencia precaria.
Entonces, un día de abril de 1945, cuando la guerra llegaba claramente a su fin, las tropas aliadas avanzaban desde el oeste y el este, y la derrota alemana era inminente, ocurrió algo extraordinario. Los oficiales nazis del campo reunieron a los prisioneros supervivientes. Les dieron una ración extra de pan –un lujo inimaginable– y café, que Smuss notó que contenía estimulantes extrafuertes. Luego, les hicieron un anuncio sorprendente: iban a ser entregados a las fuerzas aliadas en un intercambio por prisioneros de guerra alemanes. La noticia fue recibida con incredulidad y luego con una explosión de júbilo. Los prisioneros restantes, esqueletos vivientes al borde del colapso, cantaron de alegría mientras eran conducidos a un tren. Creían que finalmente se dirigían a la libertad, que su larga pesadilla estaba a punto de terminar.
«Era mentira, por supuesto», afirma Smuss con una amargura que aún resuena décadas después. La supuesta liberación era una cruel farsa, una táctica de engaño para mantener el control sobre los prisioneros hasta el último momento. «Formaba parte del plan de solución final de Hitler para matarnos a todos». Lejos de dirigirse hacia las líneas aliadas, el tren tenía un destino mucho más siniestro: los crematorios del campo de concentración de Dachau, otro infame centro de muerte y sufrimiento nazi.
Pero una vez más, el destino, o un accidente trágico, intervino para salvar la vida de Michael Smuss, aunque a un costo terrible para otros. Mientras el tren avanzaba hacia Dachau, fue avistado por aviones de combate estadounidenses. Confundiendo el transporte de prisioneros con un tren militar alemán, los aviones aliados lo bombardearon. El ataque fue devastador. El tren quedó destrozado y 133 prisioneros judíos, que momentos antes cantaban de alegría por su supuesta liberación, murieron en el ataque «amigo».
El tren dañado no pudo continuar su viaje hacia Dachau. Fue devuelto a Flossenbürg. Y en un acto de crueldad añadida, Michael Smuss y otros supervivientes del bombardeo fueron obligados por los guardias nazis a realizar una tarea espantosa: recoger los cuerpos destrozados de sus compañeros muertos en el ataque aéreo y ayudar a incinerarlos en los crematorios del campo. Fue una experiencia traumática sobre otra, la ironía amarga de ser salvado por un bombardeo que mató a otros, y luego ser forzado a borrar los rastros de esa tragedia. Este segundo «accidente afortunado», teñido de sangre y pérdida, había desviado una vez más a Michael del camino de la muerte segura, pero lo dejó enfrentando el siguiente capítulo de horror: la Marcha de la Muerte.
La Marcha de la Muerte: Los Últimos Días del Infierno
Tras el bombardeo del tren y el regreso forzado a Flossenbürg, los nazis, desesperados por evacuar los campos ante el avance aliado y borrar las pruebas de sus crímenes, recurrieron a una última táctica brutal: las marchas de la muerte. A finales de abril de 1945, con las tropas estadounidenses acercándose rápidamente, los guardias SS obligaron a los prisioneros restantes de Flossenbürg, incluido Michael Smuss, a emprender una marcha forzada hacia el sur, presumiblemente hacia Dachau o algún otro punto de concentración aún bajo control alemán.
Comenzó así una odisea de seis días a pie, un calvario a través del paisaje bávaro en las últimas y caóticas semanas de la guerra. Los prisioneros, ya debilitados al extremo por años de inanición, trabajo esclavo y enfermedades, fueron obligados a caminar sin comida y, crucialmente, sin agua. La orden era simple y despiadada: cualquiera que se detuviera, que tropezara y no pudiera levantarse, o que simplemente no pudiera mantener el ritmo, sería disparado en el acto por los guardias que flanqueaban la columna. La carretera quedó sembrada con los cuerpos de aquellos que sucumbieron al agotamiento, la deshidratación o las balas de los SS.
En medio de esta prueba infernal, la naturaleza ofreció un pequeño e inesperado respiro. «Por suerte, llovía durante la marcha», recuerda Smuss. Esta lluvia providencial, aunque aumentaba la miseria del frío y la humedad en sus harapos, se convirtió en una fuente vital de agua. «Así que nos echamos el agua que se nos había empapado en las boinas a la boca». Este simple acto, exprimir el agua de lluvia de sus gorras andrajosas, marcó la diferencia entre la vida y la muerte por deshidratación para muchos. «En lugares donde no llovió durante las marchas de la muerte, mucha más gente murió de deshidratación», señala, consciente de cómo un detalle aparentemente menor pudo ser decisivo.
Mientras la columna de espectros avanzaba penosamente, atravesaban pueblos y aldeas alemanas. La reacción de la población local, testigo de esta procesión de miseria humana, fue a menudo de hostilidad y miedo, no de compasión. «En algunos lugares nos tiraban patatas delante», recuerda Smuss, no como un acto de caridad, sino quizás como una forma de burla o para incitarlos a seguir adelante y desaparecer de su vista lo antes posible. «Y nos gritaban que nos fuéramos lo más rápido posible». El odio y el miedo sembrados por años de propaganda nazi persistían incluso en los estertores del Tercer Reich. Ver a estos prisioneros, evidencia viva de los crímenes del régimen, era un espectáculo incómodo que muchos preferían ignorar o rechazar.
A medida que la marcha continuaba, el avance de las tropas estadounidenses se hacía cada vez más cercano. El sonido del combate se oía en la distancia. El control de los guardias SS, muchos de los cuales temían ahora por sus propias vidas y buscaban escapar de la captura, comenzó a debilitarse. El caos aumentó. En esta confusión, Michael Smuss vio una oportunidad. Junto con dos amigos, aprovechando un momento de distracción de los guardias o la cobertura de la noche, se escabulló de la columna principal y encontró refugio en un granero al costado del camino.
Su respiro fue breve. El dueño del granero, un granjero alemán, los descubrió. «El dueño vino con una pistola y nos dijo que saliéramos», relata Smuss. El miedo se apoderó de ellos. Estaban demasiado débiles para huir o defenderse. «Dos de nosotros no pudimos levantarnos para responder». Estaban al borde del colapso físico. Pero su tercer compañero, en un arrebato de desesperación o histeria acumulada, reaccionó de forma inesperada. «El otro tipo empezó a gritarle histéricamente». Quizás fue la intensidad de ese grito, la visión de su estado lamentable, o un atisbo de humanidad en el granjero, pero algo cambió. «Al final, nos dejó entrar y nos trajo leche. Bebimos hasta quedar inconscientes».
Ese acto de compasión inesperada, después de tanta brutalidad y hostilidad, fue su salvación final. Poco después, las tropas estadounidenses llegaron a la zona. Smuss y sus amigos fueron encontrados, liberados formalmente y llevados a un hospital de campaña. Allí, bajo el cuidado del ejército estadounidense y, paradójicamente, también de médicos alemanes ahora bajo supervisión aliada, comenzaron el largo y arduo proceso de recuperación física y mental. La guerra había terminado para Michael Smuss. Había sobrevivido al gueto, a la resistencia, a múltiples campos de concentración, a bombardeos y a una marcha de la muerte. Su odisea a través del infierno había llegado a su fin, pero el viaje hacia la curación y la reconstrucción de una vida apenas comenzaba.
Regreso a Lodz, Un Nuevo Comienzo y el Viaje a Israel
La liberación marcó el fin de la persecución y el cautiverio, pero el camino hacia la normalidad estaba plagado de desafíos para los supervivientes del Holocausto. Físicamente demacrado y psicológicamente marcado por años de trauma, Michael Smuss, como tantos otros, se enfrentó a la tarea monumental de reconstruir su vida desde las cenizas. Su primer impulso fue regresar a Polonia, a su antigua ciudad de Lodz, con la esperanza desesperada de encontrar a algún miembro de su familia que hubiera sobrevivido.
El viaje de regreso a través de una Europa devastada por la guerra fue arduo, pero la esperanza lo impulsaba. Y en Lodz, contra todo pronóstico, ocurrió otro milagro, esta vez de reencuentro familiar. Encontró a su madre y a su hermana. Habían sobrevivido a la guerra, protegidas quizás por el pasaporte alemán de su madre y por una combinación de suerte y circunstancias. La emoción de este reencuentro, después de años de separación y de haber enfrentado la muerte tantas veces, es difícil de imaginar. Sin embargo, la alegría del reencuentro se vio empañada por la sombría realidad de la Polonia de posguerra.
El antisemitismo no había desaparecido con la derrota de los nazis. La violencia contra los judíos que regresaban a sus hogares era una amenaza real y presente en Polonia y otros lugares de Europa del Este. Muchos polacos que habían ocupado propiedades judías durante la guerra se mostraban hostiles al regreso de sus dueños legítimos. Hubo pogromos y asesinatos de supervivientes. Temiendo por su seguridad en este ambiente todavía peligroso, Michael, su madre y su hermana tomaron la difícil decisión de abandonar Polonia una vez más.
Se dirigieron a uno de los muchos campos de personas desplazadas (DP camps) que se habían establecido en Alemania, Austria e Italia bajo la administración aliada. Estos campos se convirtieron en hogares temporales para cientos de miles de supervivientes del Holocausto y otros refugiados de guerra, ofreciendo un refugio seguro, atención médica básica y un lugar para comenzar a planificar el futuro. En estos campos, la vida comunitaria judía comenzó a resurgir lentamente, con escuelas, actividades culturales y organizaciones sionistas que ayudaban a la gente a prepararse para la emigración.
Michael Smuss y su familia pasaron varios años en un campo de DP, recuperándose gradualmente y buscando oportunidades para empezar de nuevo en otro lugar. Finalmente, en 1950, consiguieron la oportunidad de emigrar. Abordaron un barco y cruzaron el Atlántico hacia una nueva esperanza: Nueva York, Estados Unidos.
En Estados Unidos, Michael Smuss se enfrentó a los desafíos de adaptarse a una nueva cultura, un nuevo idioma (aunque su conocimiento del alemán probablemente le ayudó con el inglés) y la construcción de una vida desde cero. Trabajó, se estableció, y como tantos otros inmigrantes, buscó la normalidad y la estabilidad que le habían sido arrebatadas durante tantos años. Se casó, formó su propia familia y tuvo hijos, echando raíces en su nuevo hogar. Durante casi tres décadas, vivió una vida relativamente tranquila en Estados Unidos, procesando en silencio los horrores que había presenciado y soportado.
Sin embargo, una parte de su identidad y de su experiencia seguía ligada a la historia judía y al anhelo de un hogar nacional. En 1979, casi treinta años después de llegar a América, Michael Smuss tomó otra decisión trascendental: hizo aliyá, emigrando a Israel. Se estableció en Ramat Gan, una ciudad vibrante cerca de Tel Aviv, donde reside hasta el día de hoy. Este traslado a Israel, el estado judío renacido de las cenizas del Holocausto, representó para él, como para muchos supervivientes, el cierre de un círculo, un retorno simbólico y físico a la soberanía y la autodeterminación judía.
Una Vida Dedicada a la Memoria: Arte, Testimonio y Gratitud
La mudanza a Israel en 1979 no fue simplemente un cambio geográfico para Michael Smuss; marcó el comienzo de una nueva fase en su vida, una dedicada cada vez más a procesar, expresar y compartir su experiencia durante el Holocausto. Lejos de retirarse a una vejez tranquila, encontró nuevas formas de dar sentido a su supervivencia y cumplir con lo que sentía como una obligación sagrada: ser un testigo para las generaciones futuras.
Una de las vías más poderosas que encontró para explorar y comunicar sus recuerdos fue el arte. Smuss se consolidó como artista, creando una serie de pinturas profundamente conmovedoras y a menudo inquietantes titulada «Reflexiones de un superviviente». A través del lienzo y el color, pudo dar forma visual a las imágenes, las emociones y las cicatrices que llevaba grabadas en su alma. Su arte se convirtió en una forma de terapia personal, pero también en un testimonio público, una ventana a los horrores del pasado que las palabras a veces no pueden capturar completamente. Sus obras, aclamadas por su honestidad y poder evocador, sirven como un recordatorio visual perdurable de lo que nunca debe olvidarse.
Más allá del arte, Michael Smuss abrazó plenamente su papel como testigo viviente. A medida que la generación de supervivientes del Holocausto comenzaba a menguar, sintió una creciente urgencia por hablar, por compartir su historia directamente con tantas personas como fuera posible. Comenzó a hablar ante grupos de estudiantes, comunidades y organizaciones, tanto en Israel como en el extranjero. Su lucidez, su memoria detallada y la fuerza emocional de su testimonio lo convirtieron en un orador solicitado e impactante.
«He dedicado mi vida a asegurarme de que esto no vuelva a suceder», afirma con una determinación inquebrantable. Esta misión lo llevó a emprender viajes particularmente significativos: regresar a Polonia, la tierra de su nacimiento y de su sufrimiento, acompañando a grupos de jóvenes estudiantes israelíes en viajes educativos a los sitios del Holocausto, incluidos los restos del Gueto de Varsovia y los campos de concentración. Caminar por esos terrenos cargados de historia junto a las nuevas generaciones, compartiendo sus recuerdos personales en los mismos lugares donde ocurrieron los eventos, se convirtió en una herramienta educativa poderosa y profundamente personal. «Sigo hablando de ello», enfatiza, subrayando la importancia vital de la transmisión oral de la memoria.
Su perspectiva única como superviviente que ahora vive en un Israel fuerte y soberano le proporciona un marco de referencia conmovedor. Reflexiona sobre el contraste entre la impotencia y el abandono que sintieron los judíos durante el Holocausto y la realidad actual de un estado judío con la capacidad de defenderse. Recuerda una experiencia particularmente emotiva: «Cuando nuestros aviones [israelíes] sobrevolaron Auschwitz por primera vez, fue una experiencia increíble». La imagen de aviones con la Estrella de David volando sobre el lugar de exterminio masivo más infame simbolizaba para él un cambio histórico fundamental. «Durante la Shoá [Holocausto], no teníamos ejército propio. Hoy, tenemos un país donde Dios nos cuida y una fuerza aérea nos protege. Estoy muy agradecido por ello». Esta gratitud no es solo por su propia seguridad, sino por la existencia de un refugio y un garante de la continuidad judía, un «nunca más» respaldado por la capacidad de autodefensa.
A sus 99 años, Michael Smuss continúa siendo una fuente de inspiración. Su vida es un testimonio de la resiliencia del espíritu humano, de la capacidad de encontrar propósito incluso después de experimentar lo impensable. Cada vez que comparte su historia, cada vez que un joven escucha su voz, cumple la razón por la que cree que fue salvado: «para poder contarle a la gente lo que pasó».
El Legado Imperecedero de Michael Smuss: Una Voz Contra el Olvido
La historia de Michael Smuss es mucho más que una crónica de supervivencia individual; es un microcosmos de la tragedia y el heroísmo del pueblo judío durante el Holocausto, y un poderoso llamado a la memoria colectiva. Como último combatiente vivo conocido del Levantamiento del Gueto de Varsovia, su existencia misma es un puente viviente hacia uno de los capítulos más oscuros y, a la vez, más desafiantes de la historia moderna. Su viaje, desde las calles oprimidas de Danzig y Lodz, pasando por el infierno del Gueto de Varsovia, la audacia de la resistencia, la brutalidad de los campos de Budzyń y Flossenbürg, y el calvario de la Marcha de la Muerte, es una odisea que desafía la comprensión.
La serie de «accidentes afortunados» que marcaron su camino –la intervención de la Luftwaffe que lo desvió de Treblinka, la supervivencia al bombardeo aliado del tren a Dachau, la lluvia durante la marcha de la muerte, la inesperada compasión del granjero alemán– pueden interpretarse como golpes de suerte, intervenciones divinas o simplemente las impredecibles contingencias de la guerra. Pero independientemente de la interpretación, subrayan la fragilidad de la vida bajo el régimen nazi y la naturaleza casi milagrosa de la supervivencia. Sin embargo, atribuir su supervivencia únicamente a la suerte sería minimizar su propia agencia, su astucia juvenil al contrabandear disolvente, su coraje al unirse a la resistencia, su determinación de «no estar dispuesto a morir» y su instinto para aprovechar las oportunidades más inverosímiles, como ofrecerse voluntario para un trabajo que no sabía hacer.
El testimonio de Michael Smuss es invaluable no solo por los hechos que relata, sino por la perspectiva humana que ofrece. Nos recuerda las condiciones inhumanas del gueto, la planificación metódica del exterminio, pero también la capacidad humana para la resistencia organizada, el ingenio y el desafío incluso frente a probabilidades nulas. El Levantamiento del Gueto de Varsovia, aunque militarmente condenado al fracaso, sigue siendo un símbolo eterno de la lucha por la dignidad y el honor, una negativa a ir a la muerte como ovejas al matadero. Smuss, como participante y testigo, encarna ese espíritu.
Su dedicación posterior a la memoria, a través de su arte y su incansable labor de testimonio oral, adquiere una urgencia aún mayor hoy en día. En un mundo donde el negacionismo del Holocausto persiste y el antisemitismo resurge bajo nuevas formas, las voces de los últimos supervivientes son más cruciales que nunca. Son el antídoto más potente contra el olvido y la distorsión histórica. La misión de vida de Michael Smuss –»asegurarme de que esto no vuelva a suceder»– es un legado que nos interpela a todos.
Al compartir su historia, Michael Smuss no solo honra a los seis millones de judíos asesinados, incluidos probablemente muchos de sus propios amigos, vecinos y compañeros de lucha, sino que también nos entrega una responsabilidad. La responsabilidad de escuchar, de aprender, de recordar y de actuar contra el odio y la intolerancia en todas sus formas. Su voz, lúcida y mordaz a los 99 años, resonando desde Ramat Gan, es un faro que ilumina las sombras del pasado para advertirnos sobre los peligros del presente y la necesidad imperiosa de construir un futuro donde tales horrores sean verdaderamente impensables. El último combatiente vivo del Levantamiento del Gueto de Varsovia ha hablado, y el mundo tiene la obligación de escuchar. Su testimonio es un regalo precioso y frágil, un eco de resistencia que debe perdurar mucho después de que su voz finalmente se silencie.